MARIO CAPASSO

 

(Argentina)

 

 

La Vida me Mata

 

Para Martín. Todo. Siempre.

Por el destino prefijado hace siglos,
o por el azar del amor encontrado unas horas atrás,
o por la fértil inocencia de la mujer desconocida,
por suerte para mí,
la vida me mata cada noche, puntualmente.
Me tira un cable chiquitito. El Chavo es una excusa.

Él entra a la habitación y es una locomotora,
me pone de espaldas y ya sabe contar.
Se ensaña conmigo, me aplasta y me golpea,
me hace cosquillas y se atiene a las consecuencias,
me amenaza con su arma de dos dedos,
certera en su agitado temblor de principiante.

Y yo me entrego alzando rendidas las manos.
Y él dispara el monótono estampido de juguete.
Y me asesina sin piedad, compasivamente.
Porque mientras él me siga matando
seguiré viviendo, amarrado a la cama, cada noche.
El Chavo, allá lejos, es una excusa.

Y en el día tan cercano del último disparo,
me despediré de la vida de dientes flojos,
de la sonrisa morena que moja mis labios.
Y seguiré a la distancia sus pasos,
que se alejarán buscando caderas que se rindan
a sus manos amenazantes de amor.

Ya no estará más encima de mí.
Yo estaré, quizá, detrás, sangrando los viejos balazos.

 

 

La Danza de la Vida

Desde un costado del camino,
mientras miro las nubes permanecer y cambiar,
la siento, lejanamente reconocible, pasar a mi lado,
rozándome apenas con nuevo fervor las viejas quemaduras.
Y si distraigo un instante el mirar de lo eterno,
y abstraigo la mirada en lo concreto de lo efímero,
la veo.

La veo volar por avenidas anchas de urgencias vanas.
Despegar en airosos aeropuertos, buscando lejos lo que está cerca.
La veo tropezar hablando con celulares muertos de silencio.
Fumar en bares clandestinos, mientras el semen germina
para toser su rutina de irremediables hoteles.
La veo subir en el ascensor malhumorado de los lunes,
bajar corriendo las escaleras de los viernes,
saltando peldaños de brisa fresca.
La siento languidecer en escritorios de piedra,
cerrarse en tornos enmudecidos por el aceite oxidado,
prosperar en largas mesas de marfil y esbeltas siluetas.
La veo buscando la salvación eterna en remotos casinos,
o en pozos profundos y generosos de ilusiones cansadas.
La veo arrodillarse en iglesias que no se humillan,
palidecer y temblar, desobedecer en los inevitables hospitales blancos.

La veo, en fin,
esperar la noche para bailar en los cementerios innombrables.



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