FEDERICO BARRETO
(1852 – 1910, Perú)
Mas allá de la muerte
Es invierno, una noche negra fría y tempestuosa.
En la lúgubre capilla de un asilo monacal
yace el cuerpo inanimado de una joven religiosa
que, agobiada por la pena, se murió como una rosa
arrancada de su tallo por el frío vendaval.
Blanco traje que realza su magnífica belleza
simboliza su inocencia, su virtud y su candor:
rosas blancas y en capullos le circundan la cabeza
y parece aquella virgen que muriese de tristeza,
una novia desmayada en su tálamo de amor.
El silencio que allí reina es tan sólo interrumpido
por el viento que sacude las vidrieras al pasar,
por el viento, y otras veces, por el tétrico graznido
de los búhos que allí moran, que han formado allí sus nidos
al vibrar en la capilla la hora tétrica y fatal.
Cuatro cirios iluminan, con fulgores inseguros,
el cadáver de aquel ángel de belleza y de virtud,
y las sombras que proyectan esos cirios en el muro
van y vienen en silencio, por los ámbitos obscuros,
como un coro de fantasmas circundando el ataúd.
Mil rumores misteriosos, mil incógnitos sonidos,
llegan vagos y confusos a la casa del señor.
Es un lúgubre concierto de sollozos y gemidos,
de susurros y plegarias... de mil ecos doloridos
que aconsejan y estremecen que dan pena y dan horror.
Dan las doce lentamente en el viejo campanario
y al vibrar en la capilla la hora tétrica y fatal
sale un monje de alba traje por la puerta del sagrario,
atraviesa a pasos lentos el recinto solitario
y se postra de rodillas ante el lecho funerario.
Se diría que le agobia todo un mundo de tristeza,
que le mata el desconsuelo, que se muere de aflicción.
¿Por qué junta sus dos manos? ¿Por qué inclina la cabeza?
¿Por qué tiembla? ¿Por qué gime? ¿Por qué llora? ¿Por qué reza?
Hay misterios que estremecen hasta el fondo el corazón.
De repente se alza el monje del helado suelo
A la muerta se aproxima y la llama a media voz.
Y al ver que ella sigue muda, sigue fría como el hielo,
la acaricia con ternura, la mirada eleva al cielo
y murmura entre sus dientes: ¡que injusto eres Santo Dios!
Luego clava las pupilas en la pálida doncella,
la contempla largo rato con recóndita piedad,
y cogiendo entre sus manos una mano de las de ella,
la aproxima hasta sus labios, con un ósculo la sella,
y habla y gime y llora como un niño en la orfandad.
¡Dora! -exclama- ¡Dora mía! Te estoy viendo muda y yerta
y no creo que la muerte haya osado herirte a ti.
¡Muerta tú! ¿Será posible? ¡No, mil veces no! ¡No estas muerta!
Duermes, sueñas... ¡Estás viva! ¡Por piedad mi amor despierta!
¡No te mueras! ¡No me dejes! ¡Vive vive para mi!...
Yo era huérfano en este mundo; yo estaba solo
más Dios quiso que te hallara y no tuve pena ya.
¿Lo oyes, Dora? ¡Dios lo quiso! ¡Dios lo quiso!
Piedad tuvo de mi duelo
y para ángel de mi guarda te envió a ti desde el cielo.
¡Tú no puedes morirte, Dios no quita lo que da!
Así envuelta en blancos tules, coronada así de flores,
te ofrecí llevarte al templo y jurarte esclavitud...
¡Sueño efímero! Tus padres, por matar nuestros amores,
te encerraron en este claustro de recónditos dolores...
y hoy que vengo ya a buscarte te hallo aquí en este ataúd.
¡Pobre novia de mis sueños! ¡Pobre tórtola sin nido!
Virgen mártir que viniste con el alma rota en dos.
¿Por qué callas si te llamo? ¿Por qué no oyes mis gemidos?
¿Te cansaste de esperarme y a los cielos has partido?
¡Vuelve... vuelve... yo te quiero más que a Dios!...
Calla el monje: mas de pronto como un loco que se excita,
coge en brazos a aquel ángel que en la vida tanto amó,
y besándola en la boca, ¡Vuelve en ti, por Dios! -le grita-
¡Toma mi alma en este beso! ¡Vive tú, aunque muero yo!
Un prodigio se ve entonces: ella agita los despojos,
como herida de repente con el dardo del dolor.
En sus pálidas mejillas aparecen tintes rojos,
quiere hablar... mueve los labios...
Ya despierta..., abre los ojos,
todo alienta hasta la muerte, a los besos del amor.
Una aurora clara y bella a la noche a sucedido.
En el templo que el sol baña y comienza a iluminar
yace el monje de alba traje junto al féretro tendido.
Y los búhos que allí moran, que han formado allí sus nidos,
le contemplan con asombro por las grietas del altar.
Está muerto y se diría que aún perdura en su hondo duelo,
que repite entre sus dientes: ¡Que injusto eres Santo Dios!
Está muerto, le mataron el dolor y el desconsuelo:
no halló aquí a su prometida y buscarla se fue al cielo...
¡Ya está juntos! una tumba es la tumba de los dos...